Mentimos. Es un hecho. La mayor parte de las veces que decimos una mentira, sea esta de las que ayudan a hacer menos daño o de las gordas tenemos razones ocultas para hacerlo, y aunque claramente depende de cada uno y de la situación que les ha tocado vivir, lo que es cierto es que la mayoría de las veces, las razones por las que mentimos son siempre las mismas: el miedo.
Miedo a afrontar las consecuencias de nuestros datos, miedo a lastimar con la verdad, miedo a asumir que nos equivocamos… un montón de miedos a la verdad que camuflamos con mentiras. Pero, realmente ¿a quién mentimos? ¿Acaso diciendo una mentira, que aunque sepamos que no es cierta conseguimos engañar a alguien más que a nosotros mismos? Lo cierto es que somos los principales perjudicados de las mentiras, de las propias, pero es una lástima que cuando llega el momento de la verdad no seamos capaces de asumirlo.
Sabemos que mentimos precisamente por el hecho de no querer asumir las responsabilidades de la verdad, pero seguir haciéndolo es traicionarnos a nosotros mismos, y no a los demás. Puede que una mentira nos salve la vida, pero lo cierto es que ese favor nos saldrá caro en el futuro. Y si no, ya lo verán.