Para Felizia tratar con la muerte es sencillamente el oficio de su padre. Y hubiera sido también el suyo si no hubiera decidido convertirse en pitonisa, aprovechando la sabiduría que le ha dado escuchar los deseos y las tristezas de tantos clientes de la funeraria. Pero este libro habla también sobre la distancia, esas capas de indiferencia o de falta de voluntad que nos alejan de los que más queremos. En una sociedad que reivindica la juventud eterna, La hija de mi padre nos recuerda que nuestros días no son eternos, pero que en cada día cabe una vida.